miércoles, 23 de febrero de 2011

Miro, no dejo de mirar

Miro al cielo:
y veo bandadas de blancas palomas
que surcan las nubes, espuma de olas,
volar.

Miro al suelo:
encuentro chicles y papeles tirados
al pavimento, signo del que desprecia
amar.

Miro al frente:
ráfagas de viento azotan mi rostro
despertándome del sueño que impide
vivir.

Miro al frente:
diviso caras de espanto, risa y llanto;
suave magia que recorre el cuerpo al
sentir.

Miro al frente:
la gente interacciona. No necesito
mirar cielos o suelos, la vida está
aquí.

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Escrito por Fernando José Cabezón Arnaldos,
me reservo todos los derechos del escrito.

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martes, 8 de febrero de 2011

El moco

A la asignatura de Literatura universal,
para cada uno de sus componentes

Cabezón y Zaplana recorrían los pasillos camino de la clase de 4 de ESO A. El primero vestía zapatos marrones, pantalón azul y camisa blanca bajo un jersey amarillo, mientras que de su acompañante sólo podía adivinarse unos tenis negros y unos pantalones oscuros puesto que escondía el resto de su atuendo bajo un largo abrigo, también llevaba una bufanda a rayas grises y negras. Aquel aula, aunque no la propia de estos alumnos, iba a resguardarlos del frío y la lluvia además de hacerles depositarios de nuevos conocimientos. La planta (primera) por la que caminaban se bifurcó entonces en dos, tomaron el pasillo de la izquierda. Tres puertas lo formaban, destinados sus interiores a chicos que cursaban segundo de enseñanza secundaria, pero que en ciertos casos debían estar un par de niveles más arriba.

- ¿Te has fijado – empezó a enunciar Cabezón – en que estas clases tienen además de la común cerradura un candado?
- Sí, reparé en ello hace tiempo, es algo nuevo de este trimestre.
- ¿Por qué será? Me parece muy curioso.
- Quizás el nivel delictivo ha aumentado considerablemente en ellas; imagina los monstruitos que han de habitarlas
- Qué negro sería el panorama si fuera así.
- ¿Qué otra opción? Sólo podemos pensar en artículos de lujo robados: gomas, bolígrafos, lápices, cuadernos y los valorados posits; siendo vendidos en algún mercado negro que se produzca en el recreo.

Cabezón se paró en la última de las puertas.

- Sí, seguro que allí acuden todos los críos a los que se les olvidara en casa el lápiz.
- Seguramente.

Continuaron andando y al subir el primer escalón de esa sucesión que los conduciría hasta la planta de más arriba, Cabezón se detuvo de nuevo y volvió tras sus pasos, fijándose atentamente en el candado.

- Puede haber otra razón – dijo el de la cabeza grande.
- ¿Qué importa? Vayamos al aula, nos espera Chéjov, el realismo… si no vuelve al anterior tema y camina de la mano de Jane bajo la sombra de los árboles de un parque – Cabezón no le prestaba ninguna atención, así que Zaplana accedió a preguntarle cuál era esa otra posibilidad.
- Sencillo ¿no recuerdas que hace unas semanas prestaron portátiles a las clases bilingües de 2º con la condición de que se devolvieran al final de curso? Simplemente es una medida preventiva, no quieren que sean robados como es lógico.
- De acuerdo, sólo has cambiado el objeto de la extorsión, lápices por ordenadores; aparta eso de tu mente y dirijámonos a la clase.

Subieron las escaleras y cuando la pareja llegó se encontraron con Triviño, una chica en silla de ruedas, y Albuquerque, que observaban atentos el espectáculo que Jiménez daba:

- Pitas, pitas, pitas, pitas, pitas, pitas… Pitas, pitas, pitas, pitas, pitas, pitas… Venid a mí hormigas ¡venid a mí! – acompañaba sus palabras con hondos y marcados gestos de apertura, (llevando el brazo derecho al costado izquierdo abriendo gradualmente el puño), echando primero al aire y luego al suelo arroz inflado.
- Pero… - Zaplana se quedó boquiabierto, Cabezón empezó a reír
- ¡Qué pena que tengamos techo y no puedan entrar las palomas! … No importa, aquí vienen las esclavas trabajadoras.
- ¿Por qué lo hace? – preguntó Cabezón sin poder contenerse la risa.
- No sé – habló Albuquerque - llegamos y vio un paquete de arroz abierto, entonces lo cogió y comenzó a hacer lo que ves.
- Pitas, pitas, pitas – Jiménez seguía con su cantinela.

Sin previo aviso llegó uno de los ocupantes usuales del aula.

- Joder… acho, acho, acho – fue todo lo que pudo decir tras la impresión del panorama – ese era mi paquete; acho como luego, acho, como luego me echen a mí la culpa, acho, acho, les digo quién ha sido.
- ¡Claro que sí primo! – afirmó Jiménez con sorna, a continuación el chico se fue.
- Tío para ya – dijo Cabezón.
- Tranquilo; se ha acabado ya el paquete – lo tiró con humorística corrección y formalidad a la basura.
- Mejor – apostilló Zaplana.

Llegó tras el número circense Pañuelos.

- ¡Profesora! Mira cómo nos han dejado el suelo- Jiménez echó a andar escuchándose los crujidos de la pisoteada comida – crish, crish, crish – los simulaba para aportar dramatismo - ¡qué guarros! ojalá pillara al que ha dejado esto así.
- Vaya, llevas razón – dijo la profesora Pañuelos.
- Sí ¿quién habrá sido? – preguntó Albuquerque con una sonrisa en los labios – no puedo imaginármelo.
- Hay que ser asqueroso –seguía el mayor causante de aquel estropicio con su letanía – el suelo con barro, las mesas pintadas, las sillas desordenadas… y encima ahora comida tirada ¡qué poca educación! – se puso las manos en la cintura y miró el desorden que reinaba a su alrededor – je, je, je – rio para sí – te juro – alzaba y bajaba el brazo enérgicamente – que si pillaba al causante lo expulsaba del centrp.
- Sí – apoyó Pañuelos – en algunas clases hay unos elementos…
- Ya ves – Jiménez seguía con su juego; decidió cambiar - ¡Bueno profesora! ¿Qué nos trae hoy?
- ¿Hoy? Vais a alucinar, una recopilación de maravillosos cuentos, un descubrimiento del realismo que hice el año pasado: Chéjov – sacó un libro de grandes dimensiones titulado: “Todas sus narraciones” y con el nombre del autor debajo: Antón Chéjov; nos lo pasó – vedlo, tocadlo, impregnaros de él; es magistral. Escribe maravillosamente y tiene unos fina… - se vio interrumpida por Jiménez y Albuquerque que miraban primero a la mesa contigua desocupada y luego el uno al otro para dar crédito a lo que veían sus ojos – pero a ver ¿qué pasa?

Jiménez no tardó en contestar:

- Hay un moco – y señaló a aquel ser inanimado - ¡Ja, ja, ja! – sostuvo unos segundos más el dedo acusador y luego estableció el brazo en su pupitre para apoyar la cabeza mientras reía sin poder controlarse, luego alzaba la testa y decía: un moco, un moco, un moco.

Cabezón miró la figura verde y no se quedó atrás expresando la gracia que le producía aquella visión, tardando más que ninguno en frenar su risa. Lo miraba por el rabillo del ojo y atisbaba esa viruta verde, esa lámina ondulada disecada ¡Arte! Albuquerque se quitó la mano de la boca y río libremente. Zaplana apenas dijo:

- Vaya… - más que suficiente.

La profesora no aprobó al recién descubierto compañero mientras que Triviño lo miraba dos mesas más allá. El moco había aparecido.

Tras el hallazgo de la nueva mascota de la clase leímos varios cuentos de Chéjov. El primero trataba de un hombre que estornudaba sobre la nuca de un superior. ¡Magistral! La historia, el final y la situación, el mejor momento para ser leído; tras este llegaron otros, por lo que se pudo apreciar la técnica del escritor.

Sonó la campana que señalaba el término de la hora y cada uno recogió sus bártulos. Jiménez y Albuquerque veloces desaparecieron, Cabezón y Zaplana acompañaron a Triviño a llegar a la siguiente clase, en otro aula, a través del ascensor, la profesora cerró la clase. Montaron los tres en el elevador que en este caso iba a llevarlos al piso de abajo (primero), mientras iban dentro:

- El moco, el moco, el moco.
- Ya nos hemos enterado – apuntó Zaplana.
- El moco – siguió Cabezón con la cantinela – voy a escribir la historia del moco.

Llegaron a su destino y salieron del habitáculo, poniendo rumbo a la próxima clase. Para volver tomaron el mismo pasillo que a la ida, se adelantaron a Triviño involuntariamente y Cabezón entonces habló:

- ¿Te das cuenta? un moco en una mesa, como si nada… un moco, el moco.

Cabezón se detuvo y miró de nuevo a una de las aulas con candado.

- No, los candados no los han puesto por los ordenadores, seguro que hay bestias ahí dentro.

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Escrito por Fernando José Cabezón Arnaldos,
me reservo todos los derechos del escrito.

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