domingo, 17 de octubre de 2010

No hay más ciego que el que no quiere ver.

Para el señor maloliente que a veces tengo el placer de tener al lado en el ordenador de la biblioteca.

La ves, y te entra pavor ¿será ésa la razón por la que no terminé con ella anoche? O quizás eran mis dientes amarillentos, papada grasienta y treinta kilogramos de sobrepeso. No, fue por ella ¿Y si no la tuviera? Todo cambiaría quizás. Puede que el devenir de mi historia diera un vuelco y esto influyera en el resto de los seres de la tierra. Posiblemente nada sería lo mismo.

Me acomodo en el sofá y enciendo el televisor ¡pero éste no puede distraerme! Mi mente sólo ve esa imagen ¡Oh, no! ¿Qué será de mí? Estoy seguro que fue su culpa, no imagino otra razón. Recuerdo cómo me acerqué a su lado y poco a poco puse mi boca en su oreja:

- ¿Quieres bailar conmigo? – le grité.

Se sobresaltó, no era mi intención, la música tan alta y todos bailando, además, la cotorra de su amiga no paraba de contarle que aquella misma tarde el móvil se le había caído al váter y había tenido que agacharse y cogerlo, perdiendo en el acto dos uñas de porcelana y ganando un chichón en su frente disimulado por una cortina de pelo que ella no paraba de correr para mostrárselo a su amiga; con lo que al final más de la mitad de las personas habidas en la discoteca lo vio.

Me miró, su cuello sudoroso se alzó y luego bajó, dos veces repitió esta acción, entonces… ¡No puedo seguir! Porque la imagen no se escapa de mi cabeza ¿qué puedo hacer yo para cambiarlo? Me levanto, miro en los espejos y no puedo frenarme. Monto en el automóvil, pongo la radio y giro las llaves, el coche arranca.

Recuerdo perfectamente lo que ocurrió luego. Su melena negra hasta la cintura ondeándose al compás de la música cuando la invité a la primera copa, arrítmicamente tras la cuarta. Sus ojos tan oscuros y pequeños, ilocalizables a no ser por sus venillas rojas provocadas el cansancio, humo y alcohol; y los cuales actuaban como un faro. Su ancha y desproporcionada nariz, gruesos labios como salchichas. Sus pechos caídos aun llevando ese sujetador dos tallas más pequeñas para que estuvieran más concentrados. Ella entera personifica la perfecta belleza armónica subjetiva, la cual también estaba formada por un sinfín de recoveco por donde mi imaginación se perdía. Bajo su oloroso sobaco, entre el pliegue de su busto con su barriga, como el relleno de un sándwich entre sus michelines ¿cómo no perderme por su metro cincuenta de altura, cien kilogramos de peso y su ciento diez, noventa, noventa? Era mi diosa.

Aparqué el coche y crucé las puertas que se abrieron medio minutos antes de que yo llegara (¡bendita barriga!). Fui hasta la sección de higiene corporal, champús etc. Cogí el único remedio que conocía y me dirigí hasta la caja. Pagué en efectivo, encendí de nuevo el motor y llegué hasta mi casa.

¿Cómo no recordar cuando ella salió del automóvil? Chocando su cabeza contra el techo y pillándose los dedos al cerrar la puerta. Sólo su grito me hizo imaginar lo que podría disfrutar en la cama. Como un ritual de amor el preparé una nueva copa y envolví un par de hielos en una bolsa. Éstos, antes de llegar a su mano fueron previamente frotados contra mi entrepierna, mi calentura había de ser bajada y así quizás el contacto dedo-olor la seducía.

¡Oh! Cuando entró en el cuarto de baño llorando por el sangrar de su dedo. Puse música suave, Don Omar atravesó el hogar con su melodiosa voz. Mientras, me deshice de la chaqueta, después poco a poco desabotoné la camisa, imaginando tenerla ante mí, me quité el cinturón ¡Qué alivio! Mi barriga pendiendo, pero el placer máximo fue cuando abandoné los pantalones y los calzoncillos. Como un coloso con los brazos abiertos, de frente tras la puerta del baño.

- ¿Cómo estás cariño? – pregunté lo más románticamente que pude y la puerta se abrió-.

- Mejor, siento que ¡Oh! ¡No!

Entonces pudo observar mis varices y el vello sudado que se introducía en todas las partes de mi cuerpo cintura para abajo; un movimiento de mi ceja a continuación indicándole que allí estaba entero para ella. Se aferró al bolso, fue a la entrada y salió con un sonoro portazo.

Ahora estoy delante de mi espejo, he protegido mis manos con un par de guantes, una toalla sobre mis hombros. Tengo en una mano el pincel y en otra el producto ¡Sí! Me he visto mi primera cana, y ésta es la única manera de recuperar mi atractivo. Tras aplicarme el producto y esperar media hora me ducho. Entonces sonrío al espejo y pienso que de nuevo, vuelvo a ser irresistible.

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Escrito por Fernando José Cabezón Arnaldos,
me reservo todos los derechos del escrito.

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3 comentarios:

  1. Pfff, tanta repugnancia te causó el hombre que se sienta a tu lado? El de inglés, por casualidad no es, verdad?

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  2. No, es más corpulento (como esto lo lea el de inglés) y con un olor menos penetrante aunque igual de conmovedor....

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  3. Nadie gana al olor del de inglés.
    ¡Qué va! No lee blogs, se dedica a caminar por la calle con pantalones de vestir y deportivos para intensificar más su ya fuerte olor sobacal...

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